miércoles, 25 de junio de 2014

Ateneo Narrativa Jueves 26/06/11 hs. Ateneo 1° Piso HIGA Abraham F. Piñeyro Taller Literario El Escritorio 21 de agosto de 2013 • IMPORTANCIA - Manuel Mujica Láinez - La señora de Hermosilla del Fresno es viuda y muy importante. No hay, en esta gran ciudad poblada de viudas importantes, ninguna tan importante como la señora de Hermosilla del Fresno. En consecuencia, vive en una enorme casa, llena de criados y muebles importantes, y preside importantes obras de caridad que dan pretexto a importantes fiestas. Por una broma del destino, lo único que carece de importancia, dentro del cuadro espléndido, es su familia. Procede la señora de un origen dudoso del cual nadie duda, y menos las señoras importantes. Documentan ese origen, que ni siquiera la maravilla de su casamiento ha conseguido borrar, ciertos parientes rezagados, de modestia tenaz, que la señora de Hermosilla del Fresno apenas recibe. Si tiene que presentarlos -cosa que elude astutamente- envuelve sus nombres y sobre todo su vínculo, en una semisonrisa y una mirada vaga, mientras su vanidad se encrespa y ruge por lo bajo, como un tigre oculto. La señora de Hermosilla del Fresno cree en Dios y en el Infierno. Cree (se lo han asegurado sus administradores y ayudantes en la caritativa función) que ha ganado de sobra el Paraíso. Preferiría, como es natural, permanecer en el mundo que, al fin y al cabo, le resulta más que cómodo -con la única excepción ridícula de los parientes en cuestión-, pero una mañana, de repente, al despertar (o no despertar) en su importante cama, la señora de Hermosilla del Fresno se entera de que ha muerto, por los gritos de sus importantes servidores. Se espanta algo, y se asombra mucho, porque en el fondo, sin confesárselo, se suponía inmortal. Transcurren las horas, y la señora de Hermosilla del Fresno aguarda en vano los emisarios celestes, que se encargarán de ubicarla en un lugar escogido, dentro de las divinas mansiones. Aparecen, en cambio, esos primos y esos sobrinos (y esa tremenda media hermana), cuya existencia se aclara definitivamente para las señoras importantes que la rodean rezando el rosario. La señora quiere hablar y no puede. Quisiera explicar que esos parientes carecen de importancia, que no son tan parientes, que exageran, que no hay que saludarlos, ni abrazarlos, ni darles pésames, ni hacer tales historias, ni continuar preguntando y preguntando estúpidamente cosas que, por relacionarse con ellos, no revisten importancia alguna... Y entretanto, nadie acude a buscarla, y la señora de Hermosilla del Fresno, habituada al ritmo activo y altivo de las órdenes, comienza a impacientarse. Así corren seis desagradables días, al cabo de los cuales, la señora comprende, con impotente horror y furia, que el escribano a quien le confió su precioso testamento, por el cual distribuía su entera fortuna en colosales obras benéficas que multiplicarían y perpetuarían su nombre, ha declarado que no hay ningún testamento; que la señora de Hermosilla del Fresno se resistió, hasta el final de sus horas, por timidez, por superstición, por fortaleza, vaya uno a saber por qué, a redactarlo y firmarlo. ¡Quién lo hubiera imaginado!, comentan en las comisiones. De la falta de un documento legal, se deduce que su fortuna pasa a poder de sus tristes parientes. La señora quiere hablar de nuevo, protestar, pero ahora es la prisionera de una atmósfera donde la voz naufraga. Quisiera alzar los brazos al Cielo, a ese Cielo extrañamente postergado, e informar que se ha torcido su voluntad generosa, para lo cual el escribano debe de haberse entendido por secretas vías, con sus deudos miserables, despreciables. Y no puede. No puede nada. Semana a semana, asiste a la instalación de sus primos y sobrinos (y su tremenda media hermana) en su casa magnífica. Los ve abrir sus cajones, leer sus cartas, probarse sus alhajas, probarse sus pieles, mandar a sus criados, vaciar sus bodegas, recibir la visita de las viudas importantes de la ciudad que los instan para que integren las comisiones de sus importantes entidades caritativas. Los oye hacerse rogar y aceptar; los ve firmar cheques. Observa que sonríen como ella, que cuando aluden a ella adoptan un aire vago. Y nadie acude a buscarla. Sigue inmóvil, invisible en su lecho que otras personas habitan; personas que desarrollan en ese lecho, sobre su ilustre cuerpo fantasmal, prolijas tareas sensuales; personas que profanan su importante memoria con burlas groseras; que remachan la memoria de su vanidad, como si ella, tan luego ella, hubiera sido vanidosa. Vanidosos son los infelices, ella no lo fue nunca: fue, eso sí, importante, muy importante. Hasta que, lentamente, la señora de Hermosilla del Fresno (que tampoco puede alcanzar el alivio de volverse loca) se percata, con desesperación y sorpresa, de que nunca la sacarán de allí, ni para guiarla a la novedad del Infierno, porque ése, por raro, por absurdo, por anticonvencional y antiteológico que parezca, es el Infierno.

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